--¡Oh! Sire...
--¡Qué! ¿Vais a poneros del lado del señor Fouquet,
señorita? --exclamó Luis XIV con impaciencia.
--No, Sire; pero sí os pregunto si estáis bien informado. Mas
de una vez ha tenido Vuestra Majestad oca-
sión de conocer lo que valen las acusaciones de la corte.
Luis hizo seña a Colbert de que se acercara, y le dijo:
--Explicaos, señor Colbert, pues creo que la señorita de La Valiére
necesita escucharos para dar crédito a
la palabra de un rey. Decid a la señorita qué ha hecho el señor
Fouquet. Y vos, señorita, hacedme la merced
de prestar atención por espacio de un minuto.
¿Por qué insistía con tanta obstinación Luis XIV?
Porque no estaba tranquilo ni convencido, porque bajo
la historia de los trece millones vislumbraba algún amaño sombrío,
desleal, y tenía empeño en que La Va-
liére, sublevada a la idea de un robo, aprobase con una sola palabra
la resolución que él tomara, y que, sin
embargo, no se atrevía a poner en ejecución.
--Ya que el rey quiere que os escuche, explicaos --dijo Luisa a Colbert. --¿Qué
crimen ha cometido el
señor Fouquet?
--No es muy grave --respondió el sombrío personaje: --un sencillo
abuso de confianza...
--Decid lo que hay, Colbert --repuso el rey, --y luego dejadnos y avisad al
señor de D'Artagnan que
tengo que comunicarle órdenes.
--¡El señor de D'Artagnan! --exclamó La Valiére;
¿por qué mandáis que avisen al señor de D'Artagnan,
Sire? Decídmelo por favor.
--¿Por qué sino para que arreste a ese titán orgulloso
que, fiel a su divisa, amenaza escalar mi cielo?
--¿Arrestar al señor Fouquet, decís?
--¡Qué! ¿os pasma?
--¿En su casa?
--¿Por qué no? Si es culpable, tanto lo es en su casa como en
cualquiera otra parte.
--¿Culpable el señor Fouquet, que en este momento se está
arruinando para honrar a su rey?
--En verdad, tengo para mí que le defendéis.
Colbert se echó a reír soto voce, pero no tanto que
el rey no oyera el silbido de su risa.
--Sire --replicó La Valiére, --no defiendo al señor Fouquet,
sino a vos.
--¡A mí!
--Sire, no os deshonréis dando una orden semejante.
--¡Deshonrarme! --murmuró el rey palideciendo de cólera.
-- En verdad, os interesáis de manera singu-
lar en este asunto.
--Lo que a mí me interesa --repuso con nobleza La Valiére, --
es el buen nombre de Vuestra Majestad:
y con igual interés expondría mi vida, si fuere menester.
Colbert refunfuñó algunas palabras; pero Luisa le dirigió
una mirada que le impuso el silencio, y al mis-
mo tiempo le dijo:
--Caballero, cuando el rey procede con rectitud, aunque sea en mi perjuicio
o en el de los míos, me ca-
llo; pero cuando lo contrario me aproveche a mí o a quienes amo, se lo
digo.
--Señorita, paréceme que también yo amo al rey --dijo Colbert.
--Los dos le amamos, pero cada cual a su manera --replicó Luisa con tal
acento, que el monarca se sin-
tió conmovido. --Lo que hay, es que yo le amo de tal suerte, que todo
el mundo lo sabe, con tanta pureza,
que él mismo no duda de mi amor. El rey es mi rey y señor, y yo
soy su humilde esclava; pero quien vulne-
ra su honra, vulnera la mía, y repito que le deshonran aquellos que le
aconsejan que mande arrestar al señor
Fouquet en su casa.
Colbert, al verse abandonado por el rey, bajó la cabeza, pero no sin
decir:
--Me bastaría proferir una palabra.
--No la profiráis, porque no la escucharía --exclamó Luisa.
-- Por otra parte, ¿qué me diríais? ¿Qué
el
señor Fouquet ha cometido crímenes? Lo sé, porque el rey
me lo ha dicho, y cuando el rey dice: Creo, no
necesito que otros labios digan: Afirmo. Pero aunque el señor
Fouquet fuese el más infame de los hom-
bres, lo digo en voz muy alta, es sagrado para el rey, porque el rey es su huésped.
Aun cuando Vaux fuese
una madriguera, una caverna de monederos falsos o de bandidos, es una mansión
santa, una morada invio-
lable, pues en ella vive su esposa, y es un asilo que ni los verdugos violarían.
Luisa se calló, dejando al rey admirado y vencido por el calor de su
acento y por la nobleza de aquella
causa. Colbert, anonadado por la desigualdad de aquella lucha, iba perdiendo
terreno.
--Señorita --dijo el rey con voz suave y con el pecho dilatado, tendiendo
la mano al La Valiére, --¿por
qué habláis contra mí? ¿Sabéis qué
hará ese miserable si le dejo respirar?
--Por ventura no podéis echarle la mano siempre que os plazca, Sire?
--¿Y si escapa, si se fuga? --exclamó el intendente.
--Será para el rey un timbre de imperecedera fama el haber dejado huir
al señor Fouquet --repuso La